jueves, 30 de julio de 2009

Personas que fueron a visitar a Freddy y Marcelo acusaron Torturas.

La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) denunció los abusos cometidos en la U11 durante su intento de visita a los presos Freddy Fuentevilla y Marcelo Villaroel. La denuncia será elevada a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnesty International y Human Rights Watch.

En el marco de las actividades realizadas por la presentación del libro “Represión en democracia. De la ‘primavera alfonsinista’ al ‘gobierno de los derechos humanos’” de María del Carmen Verdú, integrantes de la CORREPI denuncian una gravísima situación que, simultáneamente, ha violado los derechos y garantías de dos personas privadas de su libertad, y ha impedido el libre ejercicio profesional de quienes suscriben la denuncia, las abogadas María Teresa Larramendy y María del Carmen Verdú, y el abogado Ismael Jalil.

Por pedido de Eduardo Soares, abogado defensor de los detenidos, el lunes integrantes de la CORREPI se hicieron presentes en la Unidad Penitenciaria Nº11 de Neuquén con el fin de entrevistar a los presos Fuentevilla y Villarroel. El objetivo de la visita era interiorizarse de la situación de los detenidos, en su condición de presos políticos, especialmente en relación a las denuncias que los mismos formulan sobre el indebido agravamiento de su detención, y las habituales dificultades que encuentran los organismos de derechos humanos nacionales y provinciales para acceder a verlos.

Luego del relato pormenorizado del accionar del personal de la unidad de detención que impidió su acceso, Ismael Jalil concluye que “la violación de los derechos humanos en Neuquén es feroz”.

“La situación vivida ha sido realmente insusitada para tres letrados que hace dos décadas recorren penales y comisarias de todo el país asistiendo presos políticos y que son ampliamente conocidos, así como la organización a la que pertenecen, por su activismo”, detalla la denuncia realizada que se presentará ante varios Colegios de Abogados del país, la Federación Argentina de Colegios de Abogados y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnesty International y Human Rights Watch.

“Jamás en ninguna jurisdicción nacional o provincial, hemos visto violentado de tal manera nuestro derecho a entrevistar a un detenido, situación que no exige requisito alguno, fuera de acreditar la identidad y la condición de abogado. En ningún penal ni comisaría del país es requerido que un profesional del derecho sea previamente designado como defensor de un detenido para poder entrevistarlo por primera vez, lo que, además, implicaría el absurdo de privarlo de toda representació n legal o ampliación de la misma”, continúa la denuncia.

El escrito resalta “cuánto más grave es la situación al tratarse de dos detenidos que son caracterizados como presos políticos por las organizaciones populares locales y nacionales, extranjeros, por añadidura, lo que imposibilita el contacto frecuente con sus personas de confianza, y que vienen denunciando el agravamiento de sus condiciones de detención”.

Exigen al Colegio Profesional que investigue lo sucedido y garantice su no repetición en defensa del derecho violentado a los detenidos y a los profesionales. En este sentido, solicitan que se apliquen sanciones penales y administrativas para los funcionarios involucrados: quien dijo ser el jefe de requisa y máxima autoridad de la U11, Fredy Rivera, y la funcionaria judicial por él mencionada la Dra. Tissot, de la Cámara Federal de Zapala, entre otros responsables.
http://www.8300.com.ar/2009/07/28/la-violacion-de-los-derechos-humanos-en-neuquen-es-feroz/

miércoles, 29 de julio de 2009

XXI

Anarquismo para el Siglo XXI*
Alfredo Errandonea



“La institucionalización de una relación social concreta, en la cual unos deciden lo que implica a los otros y/o a todos, constituye una relación de dominación. Sea cual sea el mecanismo a través del cual se lo hace. La aceptación no cuestionada de esta relación por sus actores, constituye su legitimación; y estatuye su límite”. Por el carácter epicéntrico del Estado en el establecimiento y sostén de la dominación, la respuesta más transgresora y sustancialmente revolucionaria fue siempre antiestatista; por más abundantes y mayoritarias que sean las versiones de reformismo que confían en la vía gubernamental. La revolución del siglo XXI asoma como un proceso complejo, seguramente de acaecer plural, con mayores y desiguales tiempos de realización, que posibilite la constitución de organizaciones capaces de asumir la gestión en una sociedad lo más libertaria posible. De allí la importancia de actividades de reflexión y elaboración colectiva, una tarea de revisión y de reubicación teórica y doctrinaria. “Es una hora de reflexión; por lo tanto de fuerte inclinación a la labor intelectual”.



I - La decadencia “movimientista” del anarquismo

Desde sus orígenes, el anarquismo fue un movimiento sociopolítico revolucionario que, consecuente con su postulación antiestatista y antiautoritaria, desdeñó el camino de la conquista del poder societal centralizado, en beneficio de la colectivización autogestiva del poder descentralizado.

Asumía así la opción más difícil, porque se la representó como la más real y auténtica. Pero, también desde sus orígenes, el anarquismo fue un movimiento intelectual crítico, cuyos teóricos reunieron la doble condición de pensadores y militantes; y su producción inspiraba, fundaba y orientaba la acción revolucionaria.

Su prestigio proletario y su predominio en algunos de los países centrales llegó a ser tal que no importaba la mayor dureza de sus opciones tácticas y estratégicas. Y el capitalismo salvaje de la época era su mayor justificación.

Vale decir que, históricamente, el anarquismo emergió como movimiento sociopolítico que se proponía cambiar a la sociedad; y, a la vez, como corriente

crítica intelectual desde el campo revolucionario. Lejos de constituir una opción, el ‘movimientismo’ y la ‘postulación intelectual’, no sólo convivían sino que se integraban armónicamente. Ambos aspectos representaban la manifestación de una alternativa de cambio para la sociedad. Así fue durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX.

Bien entrado el siglo XX, el capitalismo evolucionó. Esquemáticamente dicho, operó su propia “revolución interior” como consecuencia del cambio tecnológico que hizo crecer más la productividad -y por lo tanto, la oferta- que la capacidad adquisitiva generalizada para el consumo en la demanda. El problema ya no era más la cuota de ganancia mediante la plusvalía, sino la necesidad de aumentar el mercado para que la demanda acompañara el crecimiento de la oferta por multiplicación del producto. O sea: encontrar la forma de aumentar el “gasto” de lo producido, sin afectar a la plusvalía.

El sistema capitalista encontró la solución al problema por una doble vía: guerras masivas de destrucción universal, que consumen gran parte del sobreproducto; y la incorporación al mercado de masas de consumidores, que serán los mismos integrantes del proletariado y, desgajados de él, de nuevos estratos en posición intermedia, multiplicando las nuevas “clases medias dependientes”, de cuello blanco.

El camino es el crecimiento del Estado; que de “juez y gendarme”, custodio los intereses de la clase dominante -y sin dejar de serlo-, pasó a ser el sostén de una nueva versión capitalista. Fue el gran actor de las nuevas guerras de involucramiento total; y el ejecutante de una política de ampliación del mercado, con creación de empleo y financiación de nuevas actividades creativas de ocupación, además de garante de la mejora de los niveles de vida en que ese crecimiento debía traducirse; y el que asume nuevas funciones estatales en función de la modernización del consumo (establecimiento de más servicios, proveedor de educación, atención de la salud, organizador de la complejidad de la vida urbana abruptamente acrecida, y productor de bienes y servicios en nuevas áreas). Las disputas interimperialistas, y el keynesianismo con su consecuente “welfare state”, operaron la revolucionaria transformación del capitalismo del siglo XX; sin perjuicio del proceso de concentración del capital ya en dimensiones transnacionales.

Un proceso diferente al de las previsiones marxistas. Pero que descoloca la estrategia del anarquismo, diseñada para la sociedad del capitalismo salvaje con el viejo Estado prescindente.

Desde entonces, el clásico proletariado ya no tendría solo las cadenas a perder. Ahora, su incorporación al consumo lo había integrado al sistema, con intereses inmediatos asociados a él. A partir de lo cual, de manera progresiva y sostenida, el anarquismo fue perdiendo su fuerza “movimientista”; especialmente en el movimiento sindical, donde más la había logrado arraigar.

Una serie de acontecimientos precipitaron la caída de la opción anarquista. La rápida evolución de la revolución rusa hacia un capitalismo de estado, totalitario y de proyección imperialista, que logró la estalinización en varios países y otorgó un sustento decisivo a la acción de los Partidos Comunistas de Occidente; el acceso de sectores de origen socialista a la coparticipación en parlamentos y gobiernos burgueses, con abandono de principios clásicos y moderación de su acción política, a través de la socialdemocracia; el ascenso del fascismo en Europa al tiempo que afloraban allí posibilidades revolucionarias; y la derrota republicana en la guerra civil española, en cuya retaguardia se estaba forjando la primera revolución social exitosa de signo libertario.

La ilusión socialdemócrata de la reforma social por evolución “progresista” del capitalismo, no iba a durar demasiado. Reordenado el mundo de postguerra, el capitalismo lograría operar una aceleración exponencial del progreso tecnológico; cuya sofisticación intensificó el costo en capital y produjo el nuevo fenómeno de la desocupación tecnológica a escala universal. Una fuerza de trabajo conformada a la organización ‘taylorista’, que afronta una reestructuración ‘toyorista’ y un proceso de ‘desalarización’, minando su fuerza sindical. La deliberada búsqueda de ese debilitamiento y del abatimiento de los costos salariales. Y la imposición de una nueva división internacional del trabajo, que traslada a la periferia a las industrias tradicionales para abaratar salarios; fenómeno extendido luego a muchas de las industrias más modernas.

La concentración del capital transnacional también cobró acelerada velocidad; y las empresas trustificadas transformadas en grandes grupos económicos de capital, adquirieron dimensiones multinacionales gigantescas. La nueva organización que adquirió el capitalismo, sobredimensionó al capital financiero que se hizo estratégico y subordinó a la propia actividad específicamente productiva. Esta transformación secundarizó la importancia y poder de los Estados Nacionales -la mayoría de ellos, de menor magnitud que muchos grupos económicos-; que comenzaron a endeudarse con los nuevos aparatos financieros internacionales; los cuales gobernaron las políticas económicas del mundo a través del condicionamiento que les imponían, a cambio de la apertura y continuidad de sus líneas de crédito.

Nuevamente la ganancia capitalista se volvía el móvil principal de la dinámica del sistema, ahora en forma de plusvalía financiera. El consenso democrático requerido por los gobiernos de las sociedades pluralistas, empezó a importar cada vez menos.

El keynesianismo y su “estado de bienestar” se convirtieron en malas palabras. Una nueva corriente teórica económica (el neoliberalismo de Milton Fridman, y de otras versiones) apareció para reivindicar las máximas de las teorías clásicas capitalistas liberales.

La apertura de los mercados, el abandono del intervencionismo estatal, la privatización de muchas de sus actividades, el restablecimiento de la inseguridad laboral, la intemperie para la libre operación de las fuerzas económicas bajo la supuesta ley de la oferta y la demanda, constituyeron los lemas centrales de la plataforma de la llamada “revolución conservadora”. En términos económicos, era el avance incontenible hacia la denominada “globalización”.

En realidad, significaba la reimplantación del “capitalismo salvaje” del siglo XIX, ahora en versión edulcorada por el acceso mayor al confort generalizado que la nueva tecnología hacía posible y por la asunción de ciertas políticas asistenciales focalizadas hacia las más agudas formas de miseria del “mundo civilizado”; mientras la proporción de pobreza en la población del planeta siguió creciendo exponencialmente sin obstáculo alguno.

Cualquiera sean las sofisticaciones matemáticas con que se presenten hoy sus modelos, siempre están construidos sobre la falsedad del comportamiento económico supuestamente racional como ley suprema de asignación de recursos. Y detrás de este postulado -insostenible para la ciencia social moderna-, como rebaño de borregos, transitan la pléyade de economistas yuppies contemporáneos; los que además suponen la obediencia ciega a él de cualquier fenómeno social, sea del orden disciplinario que sea. Por supuesto: no interesan aquí los errores epistemológicos de los intelectuales al servicio del neocapitalismo contemporáneo, más que como respuesta al argumento de autoridad con que suelen contestar cualquier crítica a sus aciertos. Interesa sí desenmascarar la supuesta “neutralidad valorativa” de científico de que se sienten investidos estos economistas, cuyo producto no tiene nada de “científicamente neutral”. Sólo cumplen con la función de fundar y justificar la imposición de las políticas económicas decididas por el imperio, como si fueran premisas de un ordenamiento natural.

En el proceso, cayó la última traba para el desarrollo completo de estas tendencias, que había sido la competencia de poder del mundo bipolarizado y los resquicios que ella dejaba para las alternativas más o menos autónomas en quienes no integraban ninguno de los polos. Luego de brutales represiones para sustentarse como tal, el ensayo estatista y autoritario del mal llamado “socialismo real” se desintegró ante los ojos asombrados de la gran mayoría de la izquierda internacional que, de alguna manera, se había acostumbrado a confiar en él. Y con este fracaso, la desesperanza y el retroceso de toda ella.

Esta última crisis no afectó específicamente al anarquismo (más allá de algunos trasnochados, en proceso de leninización), que nunca creyó en la alternativa soviética. Pero su presencia “movimientista” ya había sido prácticamente eliminada en todo el proceso anterior. No pudo o no supo enfrentarlo con la actualización de su doctrina. Persistió como crítica intelectual en algunos de sus nuevos pensadores, pero sin mayor incidencia en la vida cotidiana de las organizaciones populares; las cuales también decayeron como formas de participación o se marginizaron en nuevos movimientos sociales con mucha menor centralidad en el conflicto social (barriales o comunales, cooperativos, ecologistas, juveniles, de desocupados, feministas, etc.), en un mundo avasallado por la fuerza de la tendencia referida.

En este fin de siglo, el panorama que exhibe el anarquismo contemporáneo es la presencia de una renovada crítica intelectual y la rebelde postulación filosófica enfrentada al rumbo general que impera en el mundo en las últimas décadas. Visión opositora radical contra una potente dirección del dominio universal de imposición de las formas más crudas de la explotación, el autoritarismo, el racismo, el militarismo, el terrorismo de estado y la intolerancia religiosa; las que avanzan pisoteando las resistencias vencidas de una izquierda política fracasada y en desbande; que sólo logra subsistir cuando se camufla de tal manera que deja de ser izquierda. Una casi solitaria visión crítica que se resigna a un papel testimonial de aparente exclusiva incidencia intelectual.

El escenario finisecular parece evidenciar el que nos está tocando vivir uno de esos golpes del péndulo histórico hacia la derecha. Reaccionarismo y autoritarismo que lo penetra todo, hasta la reflexión académica y el pensamiento intelectual. Y mucho más el ambiente político general y las inclinaciones de la opinión pública y de los electorados. Auge de las ultraderechas, terrorismos de estado, nacionalismo y racismo responsables de “limpiezas étnicas” y de absurdas guerras localizadas, reaparición de movimientos nazifascistas, desmovilización de los sindicatos y de las organizaciones populares, insensibilización ante la miseria y el hambre del tercer y “cuarto” mundo, reivindicación de fundamentalismos teológicos de estilo shiita, etc.

Quizás no sea tan así, y junto a tales fenómenos, se ven también algunos otros acontecimientos de distinto signo (la rebelión zapatista, el movimiento brasileño de los “sin tierra”, etc.); y hasta es posible que ya se haya iniciado el regreso de ese movimiento pendular. Pero, sea como sea, está claro que predomina la sensación de vivir un mundo derechizado. Y frente a él, la profesión de fe revolucionaria parece totalmente a contrapelo. Lo que empuja defensivamente hacia el refugio de los valores profesados a la vida personal y grupal. El anarquismo no puede escapar a esta percepción. Más que ninguna otra cosmovisión ideológica. Tiende a ser sentido como actitud; casi como solución de conciencia y conducta individual.

La realidad del ya largo marginamiento ‘movimientista’ del anarquismo, acentúa esta sensación. Y, debemos ser conscientes, ella implica la abdicación real de todo propósito de cambio social en su dirección. Su sustitución con un inconformismo y protesta perennes; refugio conscientemente utópico, de un real “conformismo” con su reducción a un imaginario grupal ghetizado.



II - La razón del anarquismo en la actualidad

Sin embargo, toda esta realidad no ha hecho más que darle la razón a los postulados esenciales del anarquismo. Si olvidamos por un momento la falta de eficacia actual de su estrategia de lucha -a esta altura, plenamente demostrada desde hace tiempo- y nos centramos en los postulados fundamentales y básicos de su doctrina, debemos concluir que ellos expresan la más acertada y completa crítica del sistema que la humanidad padece, en todas sus variantes. Y a la vez, que ellos apuntan a la explicación más eficiente de la realidad en que tal sistema se concreta.

Los vertiginosos cambios tecnológicos y las transformaciones en el sistema, hacen posible la edificación de modalidades de explotación capitalista mucho más eficientes que las del pasado. Aquéllos y éstas suponen la concentración del poder a nivel planetario en la llamada “globalización”; despojan de trascendencia a la vida social de la comarca, destruyendo la participación y la solidaridad de sus complejas redes de cotidiano interrelacionamiento; e imponen la mayor asimetría y la institucionalización del autoritarismo generalizado en las relaciones sociales. O sea: atentan contra las bases de la sociabilidad sobre las cuales se edifica la civilización humana. Este es el efecto de lo que se ha dado en denominar la “revolución conservadora”. La más elemental sensibilidad social no puede dejar de advertir la brutal regresión histórica que implica, más espectacular cuando ella ocurre -y se sirve- de los más impactantes progresos tecnológicos alcanzados.

Tampoco puede concebirse escenario más desfavorable para la acción libertaria clásica. Pero, justamente, en su acaecimiento, nada puede darle mayor vigencia a los principios y valores anarquistas; que son los únicos que se orientan en la dirección exactamente opuesta del proceso emprendido. El cual, por cierto, no es el resultado de una natural evolución de la humanidad y su economía, sino de la orientación deliberada desde los cada vez más eficientes aparatos de poder, por un sistema de dominación universal; contra el cual de nada han servido los intentos de acceder a él.

Vale decir que en la peor frustración para los valores y la acción libertaria, radica también la demostración de la razón anarquista.

Durante décadas, los marxistas creyeron respaldar su razón en la realización del “mundo socialista”, como le llamaron. El acceso leninista al poder del Estado, y desde él, les había permitido organizar una sociedad supuestamente ordenada con fidelidad a los principios socialistas.

Por muy sabida, no vale la pena detenerse en el análisis de tal mentira. Que se tradujo en el otorgamiento de los privilegios sociales desde el poder; en la realización de la acumulación capitalista a fuerza de represión y hambre; en el montaje de un estado policíaco de persecución implacable de la disidencia, o simplemente de las posibilidades de competencia al liderazgo; en las purgas y asesinatos estalinistas; en la imposición imperialista del modelo a otras sociedades ocupadas, y el ahogo de sus rebeliones al paso de sus tanques invasores; en fin, en el establecimiento de la dominación de clases y la injusticia a través del Estado-Partido, es decir del poder concentrado, en vez de por la propiedad de los medios de producción. Toda una contrastación empírica negativa de la hipótesis marxistas; así como de confirmación de las anarquistas.

Después de las siete largas décadas que había durado esta “dictadura del proletariado”, el sistema se desplomó. De la arrogante competencia bipolar con Estados Unidos, cayó como castillo en la arena barrido por el agua. Con él, y como prueba irrefutable de su dependencia imperialista, se desintegraron los regímenes de los países en que la ocupación soviética los había instalado. Los mismos personajes soviéticos que en nombre del comunismo dirigieron su último tramo, fueron los instaladores en su lugar de endebles sistemas capitalistas. Una ironía histórica difícil de igualar.

Nuevamente aquí la historia le dio razón a la crítica anarquista: el método autoritario de la conquista del poder no conduce al socialismo, sino a otra forma de explotación.

Otra alternativa planteada como socialista fue la opción reformista socialdemócrata. Inspirada en la idea de que la transformación social socialista podía alcanzarse mediante el acceso al poder en las democracias capitalistas, mediante la acción política, bajo sus reglas del juego.

Es cierto que esta opción no asumió la responsabilidad directa de los crímenes y represiones con que cargó el camino soviético (salvo algunos, menores en comparación con los de los Partidos Comunistas). E, inicialmente, como consecuencia de la vigencia del “welfare state” keynesiano (funcional al proceso capitalista, como vimos), al cual se asoció, pareció rendir cierta eficacia en las mejoras legales de las condiciones de la clase trabajadora. Algunas, no desdeñables por cierto para los intereses inmediatos de las clases populares. Incluso, la social democracia asumió gobiernos en Occidente, en ese período que le resultó favorable.

Pero esa misma asunción de responsabilidades de gobierno o parlamentarias, desdibujaron completamente sus supuestas metas socialistas finales. Cada vez más se convirtieron en pieza del sistema capitalista. Y cuando el timón internacional puso proa hacia la derecha, también acompañaron el proceso; con alguna que otra salvaguardia en tributo a su pasado socialista.

Hoy pretenden encarnar una supuesta “tercera vía”, que no es otra cosa que la asunción de las doctrinas económicas conservadoras y sus consecuentes líneas políticas, acompañadas de algunos paliativos adicionales de sensibilidad social; los cuales, claro está, no alcanzan a revertir la tendencia más general de la orientación económica aceptada, y justamente por eso mismo, pueden llegar a ser incorporados. Nada de esto puede si quiera recordar el origen socialista de sus sostenedores; quienes en lo sustancial han asumido el destino capitalista.

Por otra parte, tampoco esta opción parece lograr detener la polarización económica, el crecimiento incontenible de la pobreza, la desocupación, la marginación y la exclusión; sino tan sólo, en el mejor de los casos, enlentecerlas algo. Ni tiene chance alguna de revertir la autoritarización del sistema “globalizado”, ni la anulación de la participación que él provoca.

Entonces, también la opción de alterar al sistema por la vía del acceso democrático al poder no ha producido otra cosa que la alteración derechizante de quienes la intentan. La aproximación al poder cambia a los actores que la operan y no al sistema. Otra vez, la confirmación empírica de una premisa anarquista.

Esencialmente, anarquismo significa rechazo a toda autoridad (del griego: “no gobierno”). Como postulación política, desde que se la formula como tal, el anarquismo asigna toda injusticia de la organización social entre los humanos al fenómeno del poder (entendido como la capacidad de determinar la conducta de otros, aún contra su voluntad). Especialmente le adjudica al poder en cualquier sociedad la gestación de la estructura de clases sociales y la opresión de unas por otras. En el capitalismo originario esta se da básicamente a través de la explotación, mediante la posesión de los medios de producción por parte de unos, para los cuales deben trabajar los otros. Este poder económico, dada la centralidad del trabajo asalariado en este tipo de sociedades, es la base de la dominación general ejercida por una clase. La cual se vale del Estado (entonces, mero “juez y gendarme”), para su respaldo; cualquiera sean las abstracciones que traten de justificarla.

En el surgimiento de su postulación política más orgánica, el anarquismo se propone la construcción de una sociedad basada en la libertad y la solidaridad entre los humanos, organizada por la propiedad común, especialmente de los medios de producción, sustituyendo las relaciones de autoridad por las de cooperación. Es decir, un socialismo libre. Y, obviamente, este tipo de organización social que despoje a los dominantes de su capacidad de serlos, sólo podía obtenerse revolucionariamente; arrebatándole los medios de producción a sus poseedores, destruyendo al Estado que era su aparato de fuerza, asumiendo directamente por los trabajadores la gestión de los asuntos comunes, especialmente la propia producción.

Las ideas de la socialización de los medios de producción, destrucción del Estado burgués, realización de todo ello por los propios trabajadores, reunió a anarquistas y marxistas en la Primera Internacional.

Pero bien pronto los separaría por la propuesta de éstos de hacerlo por medio de la “conquista temporaria” del Estado, para desde su aparato centralizado llevar a cabo la transformación mediante la “dictadura del proletariado”. La respuesta bakuninista no se hizo esperar: quienes asuman “en representación” del proletariado tal ocupación del poder institucionalizado del Estado, se constituirán en nueva clase dominante, forjarán otra sociedad opresora.

Como hemos visto, y como a esta altura resulta evidente, esto es exactamente lo que ocurrió con la Revolución Rusa. Y la tan pregonada eficacia del método marxista fue tan limitada, que además de no haber logrado en 73 años ninguna forma de vigencia real del socialismo finalmente llevó al colapso de la Unión Soviética y sus satélites, sin que mediara ninguna guerra, sin que los esbirros de los capitalistas disparan un sólo tiro para lograrlo; siendo los propios dirigentes “comunistas” de la URSS los que hicieran el tránsito de regreso a la organización capitalista.

Pero la esencia de la postulación política del anarquismo no es en sí mismo la destrucción del Estado (como muchos parecen creerlo), sino en tanto poder institucionalizado que organiza y garante la opresión. Sin duda de que de ello era sinónimo del Estado “juez y gendarme” del siglo XIX. Pero no puede decirse lo mismo de la compleja organización del sector y el espacio público, que ha llegado a ser el Estado del siglo XX; aunque conserve en ella también el papel del respaldo de la fuerza en beneficio del orden social y la concentración de decisiones colectivas que corresponden a toda la sociedad. Son estos aspectos de su realidad y no toda su composición la que sigue mereciendo la propuesta de eliminación de los anarquistas, como veremos.

La postulación esencial del anarquismo es la abolición de la autoridad, la destrucción del poder como capacidad de dominar a otros. En este sentido, el anarquismo representa la tendencia antiautoritaria de la humanidad. Y es ella la que debe constituir su fuente de orientación general.

Probablemente, la misma idea de revolución apocalíptica, con que soñaron todos los revolucionarios de las diversas tendencias en el siglo XIX, no tenga tampoco cabida en nuestra época. La Revolución Social con mayúscula, llevada a cabo como culminación de un proceso, pero consistente en un sólo acto insurreccional, que evoca a la Comuna de París de 1871 y sus barricadas, ha pasado a la historia como imagen romántica. Irrepetible en el mundo contemporáneo, no sólo por el trazado de Houseman de las grandes avenidas de París, que permiten el desplazamiento rápido de tropas y artillería. Es irrepetible por el inmenso cambio ocurrido desde entonces en el mundo, por sus actuales dimensiones y comunicaciones, por la transformación de la tecnología, por la complejidad que implica hoy el cambio del poder social. Mucho menos si se la concibe como la erradicación de un orden autoritario, sustituido por otro libertario. Las transformaciones anarquistas revolucionarias en varias áreas españolas en 1936 y 1937, en plena guerra civil, ya constituyeron un buen ejemplo del cambio de condiciones para la insurrección revolucionaria clásica. Y desde entonces, mucha agua ha pasado bajo los puentes...

Sólo golpes de estado militares o insurrecciones violentas más o menos populistas, y en algún caso sublevaciones revolucionarias ante regímenes en descomposición, en sociedades del tercer mundo considerablemente subdesarrolladas, asumieron formas similares a las de aquel pasado. Y ninguna de ellas constituyen ejemplos de revoluciones sociales modernas; mucho menos de modalidades imitables para una revolución anarquista.



III - Volver a las fuentes ideológicas

La presente, me parece una oportunidad para el debate de cómo replantear el anarquismo hacia el futuro, si es que ello es posible. Hoy, muchos de los compañeros militantes siguen repitiendo planteos pensados y formulados para una realidad muy diferente a la actual, como si ellos fueran piezas de un catecismo inmutable. Y justamente el anarquismo debería haberles inspirado el libre análisis de las nuevas realidades desde su plataforma básica de valores.

Porque no hay recetas únicas, y mucho menos inmutables. El creerlo produce esclerosis en cualquier planteo ideológico; por consiguiente, incapacidad para actuar ante las nuevas situaciones y circunstancias.

Tengo la impresión de que el movimiento anarquista padece desde hace bastante tiempo de este tipo de ineptitud. Frente a ella, corresponde volver a las fuentes y buscar la expresión de nuestros objetivos en los fundamentos teóricos básicos; desde los cuales trazar la orientación que los tiempos requieren.

Cuyo logro no puede ser más que una orientación general que en cada situación permita elegir el camino concreto a seguir, apto para ella. Por eso digo que esta es una buena oportunidad de hacerlo. Y estas líneas tienen la intención de ayudar a provocarlo. Para ello, creo inevitable partir de la consideración teórica más general. Construida de manera tal que, parta del fenómeno cuyo enjuiciamiento implica el valor más básico del anarquismo -el poder-; que, a la vez, no avance más allá de la formulación de premisas muy generales como para inspirar análisis concretos aptos para las más diversas realidades, y que simultáneamente posea la precisión conceptual requerida para emprenderlos en forma adecuada.

Para ello, me siguen pareciendo pertinentes las afirmaciones que hice en trabajos que escribí hace uno cuantos años.” La institucionalización de una relación social concreta, en la cual unos deciden lo que implica a los otros y/o a todos, constituye una relación de dominación. Sea cual sea el mecanismo a través del cual se lo hace, el procedimiento utilizado, la ubicación de los que lo llevan a cabo y el contenido de ellas, en una palabra, la configuración sistemática de la adopción de decisiones constituye un sistema de dominación.” Por otra parte, “la dominación es bilateral, constituye siempre una relación de dominación, involucra necesariamente al dominante (o dominantes) y dominado (o dominados), y es normativa; consiste en una ‘probabilidad’ compuesta por expectativas mutuas internalizadas -que se hacen comunes- las cuales configuran contenidos posibles de mandatos.”... La aceptación no cuestionada de esta relación por sus actores, constituye su legitimación; y estatuye su límite. “Más allá de él, el mandato será obedecido o no. Pero la reiteración de mandatos de ese orden que resultan obedecidos incorpora ese contenido a las expectativas mutuas de la relación de dominación, se institucionalizan como ‘materia’ de la dominación -integran su ‘contenido’- y terminan por ser ‘legitimados’. Se habría ‘corrido’ ampliatoriamente el ‘límite’.” En el sentido inverso: contenidos legitimados de la dominación... no utilizados en mandatos específicos, tienden a desinstitucionalizarse, a excluirse como mandatos posibles por desaparición en las expectativas mutuas, a perder legitimidad. Aquí se habría corrido restrictivamente el límite de la dominación. Es decir que una relación de dominación requiere su constante actualización por medio de su ejercicio.” De todo ello deducía: ”la dominación tiene una contrapartida que -además- configura su límite: la participación. La dominación -que es poder concretado e institucionalizado- se manifiesta en la imposición de la propia voluntad a otro (u otros) lo cual implica una limitación de la voluntad del otro (u otros) y un exceso de capacidad decisoria que afecta más allá de la propia persona que la ejerce. La capacidad de decisión sobre la propia persona -esa misma que resulta limitada por la dominación de otro (u otros)-, el ‘poder sobre sí mismo’, es participación. Como se ve, la dominación es, a la vez, la continuación de la ‘participación’ más allá de sí mismo, y tiene en ella su contrapartida porque en la exacta medida de aquella es que se resta campo a ésta. O sea: a mayor participación, menor sometimiento a la dominación.”

Volvamos a los hechos que nos traen hasta este presente del fin de siglo, convocante de la reflexión. Luego de un período relativamente prolongado en el cual el intervencionismo estatal, el “welfare state”, y la doctrina keynesiana, habían concurrido a socorrer con su expansión del consumo, al exponencial crecimiento de la productividad y de la oferta en el mercado en las sociedades más avanzadas, y subsidiariamente a proporcionar “legitimidad democrática” al orden capitalista; abruptamente, se opera un regreso al pasado.

En efecto, en las últimas décadas, el mundo ha asistido a la refundación del “capitalismo salvaje”. No otra cosa es la imposición generalizada del neoliberalismo como doctrina económica y como política de obligado seguimiento por casi todos los gobiernos del planeta, mediante los ya clásicos mecanismos de la dependencia; auxiliados ahora por el desnudo condicionamiento de la renovación de créditos de la deuda externa y la continuidad de la asistencia financiera. Tampoco es otra cosa la general aplicación de una de sus premisas básicas: la exigencia universal de las privatizaciones; que significan el regreso a manos del capitalismo privado -ahora internacional- de los medios de producción que los estados habían asumido en nombre de sus sociedades. Y, por cierto, también es regreso al “capitalismo salvaje” el descarnado barrido de los obstáculos que podían interponerse a la “libre” dominación universal del capitalismo internacional, en lo que se ha dado en denominar “globalización”; fenómeno para cuya concreción se han utilizado gran parte de los acelerados progresos tecnológicos.

En realidad, este mundo “neoliberalizado”, privatizado y “globalizado”; es una nueva versión, tecnificada y mucho más perfecta, del crudo capitalismo del siglo XIX.



IV - La cuestión del Estado

En esta reseña histórica que nos trae a nuestros días, se encierra un desafío teórico que los anarquistas no podemos rehuir. El siglo XX ha sido el del crecimiento y decadencia posterior de un Estado intervencionista; más aún en la doctrina hegemónica que en la realidad concreta, pero también en ésta de manera muy manifiesta. Y en ese proceso es donde el anarquismo movimientista encontró gran parte de su ‘descolocación’ en cuanto a las premisas para su acción y a su fundamento teórico.

En esta instancia de repensar nuestra situación, no nos podemos hacer los distraídos. Volvamos, pues, al plano conceptual que nos permita repensar el fenómeno.

Al contrario de lo privado, de lo cual se distingue, el espacio social está constituido por aquellas actividades y posesiones compartidas, que para su realización o utilización se requiere de otros, y para los cuales los otros deben tener vocación y acceso; o sea que unos y otros concurren a ocuparlo en tanto espacio común, “social”. En cambio, lo privado es lo que compone el universo individual, particular o doméstico; las actividades o posesiones que, para el individuo, le son exclusivamente propias o de su familia; lo que sólo pasiva e indirectamente puede referir a los demás, a los extradomésticos. Es el terreno de la privacidad e intimidad; de los objetos sociales sobre los cuales no es lógico el acceso de otros.

La delimitación entre espacio privado y espacio social es relativa: su límite varía de sociedad en sociedad, y según las épocas. Pero esa frontera consensualmente compartida es muy importante; y requiere su garantización. Al punto de que esta garantización de “lo social” del espacio, reclama su visualización física (el ágora de los griegos), su “publicidad” o carácter público. Es cierto que en nuestras sociedades, no todo lo social es público, ni mucho menos; pero tiene vocación de serlo. Es que lo público es tan colectivamente comunitario, que es de todos; y por lo tanto no puede ser privativo de nadie. Por eso es el más perfecto espacio social. Vale decir que el espacio público viene a ser el mayor grado de institucionalización del espacio social. Puede decirse que la sociedad como tal, toma bajo su responsabilidad colectiva el desarrollo de ciertas actividades o la atención de ciertas necesidades o el cumplimiento de determinados servicios, que su conciencia común concibe como requerimientos de todos, a los que entiende como derecho de todos, por lo que su prestación asume carácter colectivo.

Ellos no son patrimonios de nadie ni pueden ser apropiados por ningún sector de ella. Constituyen “cosa pública”.

El cumplimiento cabal de los fines y funciones que de ellos son requeridos en la sociedad, no se compadecen con la lógica del mercado. Esta lógica que funciona en base a mercancías demandadas y ofertadas que asumen el correspondiente valor de cambio, la cual radica su dinámica en el móvil del lucro; sólo se compadece con “lo privado”, que puede ser objeto de propiedad, sobre aquello que es susceptible de inhibírsele el acceso a otros, que es disponible por mera voluntad patrimonial. Claramente se trata de una lógica que no es susceptible de aplicarse a objetos como las plazas y parques o servicios como la administración de justicia.

Si el objetivo y la justificación de la organización social es el servicio destinado a todos, los instrumentos para su realización y las necesidades básicas para todos ellos, cada vez serán mayores y más complejos. Cuanto más evolucionada es una sociedad, más aspectos y actividades de ella tendrán este carácter, más amplia será la esfera de “lo público”, más abarcativa será la lógica respectiva. Contra lo que suele suponerse, en el gran trazo, el espacio público nítidamente garantizado ha ido creciendo a través de la historia; desde una indefinición en que todo se confundía con el espacio patrimonial de los poderosos, de la clase dominante. El ejercicio secularizante de separar lo público del patrimonio privado de quien realiza su gestión, al título que sea, de hecho, fue todo un proceso histórico emancipador; de construcción de “la modernidad”. Y en esa segregación del “dominio público” de lo patrimonial del dominante, radica una de las garantías de la efectiva colectividad progresiva, con real acceso a su ámbito, igualitario para todos los miembros de la sociedad, de imposibilidad de inhibir para unos por la voluntad de los otros.

O sea, cuanto más ocupa efectivamente el espacio social, si está garantizado por su carácter público, más igualitaria es una sociedad (es más correcto decir “menos desigualitaria”). Porque la diferenciación susceptible de privilegio es propia del espacio privado, es función de él. Y cuantos más aspectos, actividades y objetos estén sustraídos a la capacidad privada de inhibir el acceso a ellos de otros, cuantos más objetos sociales (materiales o inmateriales) son efectivamente accesibles a todos, no sólo la sociedad es más igualitaria (“menos desigualitaria”), sino que también son más realmente libres sus miembros, en tanto efectivamente disponen de mayor capacidad de opción a accesos. Y, por cierto, justamente por ello, que el contenido concreto de la materia que se incluye en el espacio público es uno de los principales objetos de debate ideológico actual entre izquierdas y derechas.

Desde esta perspectiva, la idea de resolver los problemas del espacio público transfiriendo la mayor cantidad de segmentos de él al espacio privado (que es lo que quiere decir “privatizar”); es, sencillamente, una de las formas de abdicación del destino humano liberador. Más allá de toda adjetivación subjetiva, objetivamente se trata de una política verdaderamente retrógrada; con destino de regreso a los tiempos del “capitalismo salvaje”.

La gestión de lo social, especialmente cuando es público, requiere decisiones. Grandes y generales decisiones de orientación; y decisiones cotidianas, orientadas por aquellas. Unas y otras oponen alternativas entre las cuales elegir. Especialmente sobre las primeras, pero en general para todas ellas, la cuestión de las alternativas trae consigo la toma de partido por opciones. Como las decisiones deben adoptarse, y el no hacerlo es también una forma de decisión, la sociedad no puede sustraerse a la actividad decisoria. Y para hacerlo es que está constituido el sistema político. O sea, que el espacio de lo político es parte del espacio público, y por lo tanto también parte del espacio social. En general, a través de la historia, las sociedades han resuelto esta necesidad de adoptar decisiones del espacio público, junto a la regulación del conjunto societal, por medio de los gobiernos. Estos han constituido en ellas el producto y el objeto de la acción política. De allí la fuerte tendencia a identificarlos.

Sistemas de gobierno y espacios políticos -así como sus relaciones recíprocas- los ha habido de los más diversos tipos, y han asumido gran variedad de formas concretas. Sin embargo, la variedad de regímenes concretos, no ha sido arbitraria. Existe una cierta relación con la estructura y organicidad de las sociedades a las cuales pertenecen.

A partir de cierto “clik” histórico, en las sociedades que fueron más complejas y dinámicas, que asumieron la vanguardia en la transformación de sus estructuras, aquellas que fueron capaces de engendrar al capitalismo que habría de emprender su proceso de universalización; también se desarrolló una tendencia histórica a ensanchar los márgenes de generalización participativa; y, por lo tanto, una apertura de espacios de acción social y política ajenos a lo gubernamental, aunque en parte su actividad pueda orientarse hacia su incidencia sobre actos de gobierno, pero siempre en referencia a una actividad fuera de él, propia de la gente. O sea que una dimensión de la modernidad ha sido la vigencia creciente del espacio político no-gubernativo, que ha estado implicado en el constante crecimiento de la participación, garante y fuente de legitimidad democrática pluralista.

Es cierto que, aunque con fuertes variantes pero en todas ellas, la autodenominación de “democracias” se debió sustancialmente más al establecimiento del tipo de legitimidad a invocar y a los mecanismos que la sustentaron (no menospreciables, por cierto), que a un efectivo “gobierno del demos”. Y que ese proceso está muy lejos de haber sido lineal; que ha sabido de fuertes “baches históricos”, espectacularmente visibles en este siglo que concluye (los nazifascismos, los estalinismos, las dictaduras militarburocráticas en sociedades modernizantes y otros autocratismos contemporáneos). Pero también es cierto que, en términos relativos y en la gran línea histórica, los grados de libertad fueron creciendo sostenidamente en el proceso histórico de ese tipo de sociedades más dinámicas de la humanidad. Y que, como hoy lo sabemos muy bien, ha sido en el seno de sociedades de su tipo, en que la calidad de vida de la generalidad de sus poblaciones ha podido alcanzar los mejores niveles relativos; pese a lo lejos que ellos puedan estar del modelo de sociedad realmente igualitario y libre al que aspiramos, y pese al proceso de crecimiento incesante de la miseria en el planeta.

Debe concluirse, pues, que el crecimiento del espacio político no-gubernamental, se correlaciona con el de las condiciones sociales en tendencia libertaria, por lejos que pueda llegar a situarse de esta meta (no porque uno sea efecto del otro, sino porque ambos participan de un proceso común). La complejidad creciente que fue adquiriendo el espacio público en la medida en que se desarrolló, y el incremento de los requerimientos societales en la organización de los sistemas de dominación que se conforman en todas estas sociedades, demandaron la presencia de un gran cuadro administrativo, de un aparato funcionarial-burocrático de magnitud. Mayor cuanto más aspectos y actividades abarcó el espacio público. El instrumento histórico que asumió ese cuadro administrativo fue el Estado. Por supuesto, más que incluirlo, el gobierno fue el epicentro del Estado. Y desde él, se organizó siempre la ‘garantía’ del sistema de dominación vigente. Fue el brazo ejecutor y armado de la implementación de la dominación de clase (como lo vieron Marx y Bakunin), y de la conculcación de aquellas libertades que el sistema no admitió. Por ese carácter epicéntrico del Estado que tuvo el gobierno -mucho más en los tiempos del “juez y gendarme”-, la respuesta más transgresora y sustancialmente revolucionaria fue siempre antiestatista; por más abundantes y mayoritarias que sean las versiones de reformismo socialista que confiaron en la vía gubernamental.

Pero en su proceso de crecimiento y abarcabilidad incremental, además de muy complejo y segmentalmente diversificado, el Estado incluyó muy diversos aspectos organizativos del espacio público. De ese espacio, cuyo crecimiento fue justamente función de los márgenes de libertad y participación. El que llegó a ser muy distinto en el siglo XX en relación al del siglo XIX. Al punto de que las actividades y presencias estatales tendieron a descentralizarse funcionalmente; aunque la dimensión represiva aumentara su centralidad. Se fueron forjando las autonomías estatales. Y con éstas crecieron las diferenciaciones mutuas, inconsistencias recíprocas, la pluralidad del sector público. Y hasta el obstáculo para ciertos grados de desarrollo de la dinámica supercapitalista. (Es interesante constatar, hasta en medio del apogeo keynesiano, la persistencia de la requisitoria del centralismo ideológico contra “las repúblicas dentro de la República”). Por lo que hoy, la reacción conservadora, sintiendo que le llegó su mejor hora, se orienta decididamente contra la expansión multidimensional y diversificada del sector público en que el Estado se ha convertido; por lo menos contra gran parte de esa compleja magnitud, la que tiende a cobrar desconcentración o autonomía.

Una de las dimensiones más tensionales del conflicto social de nuestros días, es justamente la arremetida conservadora contra muchos de los espacios configurados ya como sector público. Así, la enseñanza pública, la salud pública, la seguridad social, entre otros aspectos de la actividad del Sector Público, son objeto en la actualidad de constantes embates “privatizadores” por parte de las clases dominantes. Arremetidas resistidas popularmente, casi con una “conciencia instintiva” de que lo que está en juego es la pérdida de importantes espacios conquistados a lo largo del último siglo.

Es cierto que las tendencias ‘moderadoras’ del capitalismo y de tibias reformas de la social democracia, que prevalecieron en una cantidad de países durante buena parte del siglo XX, estaban basadas en la ampliación del rol del Estado, como administrador de la “cosa pública”, sin que éste dejara de seguir constituyéndose en el principal aparato de dominación política. Más aún: que las sociedades que ensayaron otras vías de organización social, tomaran el atajo de la organización totalitaria por parte del Estado. No sólo las llamadas de “socialismo real”; sino incluso los breves ensayos de los estados fascistas. La corta y nefasta experiencia de éstas, y el derrumbe por inviable vía muerta de aquellas; demostraron el error y desvío del camino autoritario.

Las varias experiencias reformistas, de ninguna manera convalidaron al capitalismo, como lo pretenden los “realistas” argumentadores sobre el triunfo del “capitalismo” sobre el “socialismo”. Pese a ellas, el capitalismo cada vez más condena a una mayor proporción de los habitantes del globo a las más inaceptables condiciones de vida. Y tampoco, por cierto, la caída del supuesto “socialismo real”, puede hacer mella sobre la alternativa de la organización de un socialismo libre y autónomo; como el que postulamos desde siempre en contra del “socialismo de estado” de la ortodoxia marxista-leninista.

Pero en este asunto del Estado hay matices que hoy no tenemos derecho a confundir. El Estado como organización política destinada a mantener y administrar al sistema de dominación, siempre recibió la condena de los anarquistas. En la época de sus teóricos clásicos, en que el Estado se concretaba en su forma de “juez y gendarme”, el juicio fue neto y en bloque. El Estado era la concreción del poder y la dominación, que los anarquistas rechazaron permanentemente.

Sin embargo, especialmente en el siglo XX, el Estado se fue haciendo mucho más complejo. En la medida que fue asumiendo otras funciones, a la vez que creció en su estructura burocrática, también se matizó en una serie de organizaciones públicas que tendieron a desconcentrarlo. Absorbió las muy anteriores autonomías municipales y universitarias. Y agregó las instituciones de enseñanza y de salud públicas, destinadas a asistir a la generalidad de la población.

Además de otros servicios públicos, en buena cantidad de países, incorporó los monopolios naturales y otras grandes empresas productivas. Y ocupó a una parte considerable de su población activa.

Por cierto que de la mano de este crecimiento, vino la utilización del Estado en el más eficaz mantenimiento de la dominación en su implementación política, la más explícita justificación de su existencia burocrática, el parasitismo político, el “clientelismo” y la corrupción. Pero también con él, el ensanchamiento de la presencia del “espacio público”, la legitimidad de la existencia de servicios y bienes sociales colectivos destinados a todos; aunque su funcionamiento fuera ineficaz y deficitario.

Es este “espacio público” del cual el nuevo capitalismo salvaje del neoliberalismo quiere deshacerse; de cuya responsabilidad busca desentenderse; y lo procura mediante la conversión de todo él en “propiedad privada”, de la entrega de su gestión a las empresas para que lo oferten en el mercado como mercancías. Sin que importe la enorme marginalidad social de “lo público” de quienes no puedan acceder a él.

Sin duda, más allá de tales embates, el Estado moderno está en crisis. Probablemente, de manera principal, por el desarrollo de la contradicción intrínseca entre la funcionalidad administradora de la dominación clasista requerida a su epicentro gubernamental y la de garantización del creciente espacio público en servicios y de derechos sociales a la generalidad de la población. Pero con el importante ingrediente de una lógica perversa que sustenta específicamente a la clase política, por la cual tiende cada vez más a la pérdida de eficiencia y a su burocrático crecimiento paquidérmico, ya sin correlato alguno con la muy necesitada funcionalidad de servicio que su ampliado sector público requiere.

Mientras, desde luego, el sistema económico de dominación resiste su financiación.

En el tema planteado como “reforma del estado”, se trata justamente del desmontaje del sector público ampliado por desarrollo del correspondiente espacio público; para volver sin tapujos al “juez y gendarme” del capitalismo salvaje. Mientras desde el sector privado emerge una asistencia corruptora del personal político, para lograr ocupar segmentos del sector público mediante la compra de malbaratadas empresas estatales, supuestamente para “ahorrarle pérdidas” al fisco...

Más allá de la espuriedad de la forma de ocupar estatalmente “lo público” en su provecho por la ‘clase política’, los anarquistas no podemos aceptar pasivamente el regreso a la negativa total de los derechos populares a los bienes y servicios que ya habían sido reconocidos como “sociales”, por más de que ese reconocimiento llegara por la vía estatal. Pensemos a todos ellos como “Sector Público”, como el espacio del cual debe apropiarse el colectivo social. Para hacerlo, obviamente, el camino no son “las privatizaciones”, que significan su regreso liso y llano a la propiedad capitalista. Para hacerlo, el camino más anarquista pasa por la autonomización y descentralización; por llevar su gestión a manos de los propios interesados. De quienes trabajan esos medios y de quienes se sirven de ellos; de sus “productores” y de sus “consumidores”.

En realidad, no importa si la denominación que los designa alude a su condición “estatal” o a cualquier otra abstracción; lo que sí importa es que su real conducción esté en manos de la gente. Si se convierten en cooperativas, en organizaciones comunitarias o en entes públicos, lo mismo da; siempre y cuando, su gestión sea asumida por los directos interesados, con total autonomía de la clase política, de la clase burguesa, de la clase burocrática, o de cualquier otra.

Para ello, en cada caso, debe asumirse la forma más accesible de lograr ese objetivo. Y debe hacérselo desde el ejercicio directo de la incidencia de los destinatarios. Los anarquistas, pues, debemos reivindicar la participación para reducir la dominación. Por los medios y presiones que sean; en la mayor medida que se pueda. La lucha es por la participación efectiva.



V - En conclusión: propuestas de orientación

Dentro de un panorama general de disminución de la participación social y política que afecta hoy a toda la vida social contemporánea, y el cual involucra por igual a todas las tendencias y organizaciones que actúan en el campo de la izquierda; existe además una perdida de centralidad en el conflicto social global de las organizaciones y movimientos sociales que constituyen escenarios de participación, tanto de los tradicionales como de los nuevos, incluido por supuesto el clásico movimiento sindical que llegó a ser el campo más propicio de la actuación anarquista en otra época. Contra esta tendencia hay que luchar decididamente; como si volviéramos a estar en los tiempos de su primera construcción.

Lucha que debe volver a incluir su elaboración y organización o reorganización; así como su involucramiento en la vida social y política de la sociedad, en la gestión de las actividades, decisiones e intereses sociales y públicos; ya sea en el sector público como en el social no público. Incluso ganar espacios para tales movimientos y protagonismos arrancados al sector privado, allí donde sea posible la confluencia de actividad colectiva popular, en cualquier segmento de la vida social. En realidad, no hay alternativa para cualquier forma de acción militante.

En esa presencia, lucha y participación, no vamos a estar solos. Ni es bueno que lo estemos. Dada nuestra magnitud actual, nuestra presencia solitaria sería indicador de casi seguro marginamiento; que acentuaría negativamente nuestro aislamiento, salvo probables excepcionales y muy breves situaciones, en que pudiéramos jugar un papel de iniciativa. En todo caso nuestra actitud y orientación debe ser la de la mayor apertura posible, sin discriminación alguna y en función integrativa; y su reivindicación radical cuando otros la nieguen. Es decir que nuestra actuación en la organización popular, en primer lugar, debe propugnar su naturaleza pluralista.

Nuestra presencia y acción debe estar orientada a la asunción colectiva constructiva de responsabilidades y capacidades de decisión, a la incidencia de tales organizaciones en la vida social y solidaria. Y la concepción de esa participación tiene que estar dirigida hacia una inteligente combinación de descentralización y participación, que erradique las “delegaciones de competencias”, las pérdidas de protagonismos de la generalidad, la conformación de elites o capas dirigentes. El logro de la participación y el compromiso de los más, de la generalidad, es una meta esencial y totalmente prioritaria para un tipo de ámbitos que se pretenden como unidades de la organización social futura. Y, por supuesto, la reivindicación de esas formas de democracia directa para la organización de la vida social en general.

Este tipo de orientación y el combate a su desvirtuación, es la que debe signar ideológicamente nuestra actuación.

Ya se ha dicho: la idea de la Revolución Social como acto insurreccional apocalíptico y abrupto, sólo es una imagen romántica de la historia del siglo XIX. La revolución del siglo XXI será un proceso complejo, seguramente de acaecer plural, con mayores y desiguales tiempos de realización. Que puede o no vivir instancias de violencia insurreccional; lo que dependerá de las resistencias que en las diversas circunstancias el sistema oponga a la asunción de capacidades y responsabilidades decisorias. Pero en todos los casos tendrán que ser culminaciones de procesos de alto consenso, que depongan ostensibles obstáculos a sus naturales desarrollos. Casi meros derribes de endebles tabiques de muy visible absurda obstrucción.

Dadas las tendencias del mundo actual, es inevitable que aparezcan y se multiplique los escenarios para esas actuaciones revolucionarias en los más diversos lugares, en las más distintas situaciones. Sobretodo cuando y donde los procesos movimientistas populares de participación logren la integración y participación generalizada, y la madurez que los conduzca naturalmente a ello. Y allí será vital nuestra presencia y la defensa más radical de su carácter de pluralistas y de participación democrática directa, de los principios antes aludidos.

Históricamente, el anarquismo como movimiento tuvo importantes períodos de presencia gravitante en el movimiento popular de muchas sociedades.

En general, en ellos existió o un predominio tal que el movimiento popular que integraba se confundía con el movimiento específico como organización ideológica definida; o coexistió con la existencia de una organización específica de quienes se definían ideológicamente como tales, además de su importante y generalmente hegemónica presencia en organizaciones populares de vocación general. En estos casos, la organización específica y la popular de vocación general tendieron a tener relaciones recíprocas fuertes; incluso hasta orgánicas de semifusión (como la CNT-FAI española). Este hecho tuvo considerable incidencia en la existencia de movimientos sociales (casi siempre, sindicales) divididos, paralelos a la existencia de otras organizaciones populares con otras hegemonías ideológicas. Lo que se constituyó en factor negativo en la medida de que la correlación de fuerzas entre las corrientes ideológicas en el movimiento popular comenzaron a sernos desfavorables.

El punto de partida de esta reflexión final es que prácticamente no existe casi presencia del anarquismo en los movimientos populares de las diferentes sociedades; y que son pequeños, sin gravitación general y ghetizados, los movimientos anarquistas específicos hoy subsistentes. Algo que debe quedar muy claro en cualquier análisis autocrítico, es que las organizaciones populares (especialmente los sindicatos) donde el anarquismo resistió su definición pluralista, terminaron por desaparecer como tales; y que hoy no son viables esos grados de definiciones ideológicas para las organizaciones populares. No sólo por la pequeñez del volumen de los militantes anarquistas y su entorno de fuerte simpatía; sino porque las condiciones sociales de la militancia popular son muy adversas para los clásicos requerimientos de definición ideológica, y porque está lógicamente impuesta la perspectiva de integración pluralista de cualquier organización popular, aún aquellas en que son ostensiblemente hegemonizadas por algún partido político. Este hecho, de por sí, se convierte en poderoso motivo de rechazo hacia ella, de estigma de sectarización; y, en fin, de motivo de su frustración como organización popular. Y, además, es bueno que así sea si lo que queremos es constituir organizaciones populares capaces de asumir la gestión social en una sociedad lo más libertaria posible. Porque no es pensable este tipo de organizaciones con vocación general dominadas por ninguna forma de segmento social; y ello nos incluye como corriente ideológica.

Este de la definición ideológica de las organizaciones populares con vocación general, es un sentido definitivamente descartable en la orientación a asumir, para la organización de cualquier movimiento popular que quieran inspirar a los anarquistas.

Desde luego, por definición, este no es el caso de la existencia de organizaciones específicas que, al igual que los partidos políticos, se organicen para mejor administrar la orientación definidamente anarquista. En este caso, la pregunta que cabe hacerse es si tales tipos de organizaciones son necesarias.

Si es que se pretende dotar al anarquismo de una capacidad dinámica, si se quiere afrontar la problemática de su aggiornamiento, si es que se siente necesario actualizar y profundizar el análisis de su posicionamiento frente a los tiempos que corren y en los diferentes lugares, si se cree importante coordinar la actuación de sus militantes en las diversas organizaciones populares, si se siente la necesidad de realizar actividades de reflexión y elaboración colectiva como el presente Encuentro, si es que se comprende que toda esta actividad requiere de organización y financiación, necesariamente debe concluirse en una respuesta afirmativa.

Como lo dije al principio, el actual momento, la situación de nuestros días, impone como prioritaria una tarea de revisión y de reubicación teórica y doctrinaria, de análisis de las sociedades de nuestro tiempo. Es una hora de reflexión; por lo tanto de fuerte inclinación a la labor intelectual. Pero aún para ella, es muy importante recomponer la existencia ‘movimientista’ en lo específico.

Pero aún en estas circunstancias, para no caer en desviantes ghetizaciones, para experimentar la vivencia de esa realidad social en la que pretendemos restablecer nuestra presencia, y porque en definitiva es en ese campo que debemos encarar nuestra actuación; también es importante comenzar a ensanchar nuestra muy debilitada presencia en el movimiento popular de vocación general. Aunque en muchos casos ello implique comenzar desde la nada.

Simplemente, debemos asumir la responsabilidad de esa presencia allí donde nuestra inserción y ubicación social no los indique y habilite. Y comenzar a desarrollar con esa participación, una capacidad reproductiva de nuestra militancia, un reclutamiento y socialización de quienes están predispuestos a participar de nuestra sensibilidad ideológica.



*Errandonea, Alfredo. Anarquismo para el Siglo XXI. En publicación: Revista de Ciencias Sociales, Año XVI, Nº 21. DS, Departamento de Sociología, Faculta de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Montevideo, Uruguay: Uruguay. Agosto. 2003

Córdoba por Honduras

A 1 mes de golpe de estado en Honduras
Córdoba dice NO al golpe


El 28 de julio se cumple un mes del Golpe de Estado en Honduras, que instalara nuevamente en el poder a la fascista oligarquía hondureña representada en la figura del dictador Michelleti.

Este hecho se vive en todo nuestro continente como un ataque al proceso de constitución de gobiernos que no les son serviles al imperio norteamericano, y que es impulsado por los pueblos de América Latina. Imperio que niega aun que lo sucedido en Honduras haya sido un golpe de estado, confirmando su apoyo y su visión de este golpe como, en palabras del vocero del Departamento de Estado de EE.UU., una "lección" para los gobiernos que se acercan al ALBA y a Venezuela.

Ante el golpe, el pueblo hondureño ha salido a las calles, cortado rutas, realizado huelgas generales. Pese a los muertos, secuestros, detenciones y cerco mediático, no detiene su reclamo de fin de la dictadura y por el regreso del presidente Zelaya. Estos hechos son los que solamente los medios independientes dan a conocer y que la prensa monopolíca de Honduras y Latinoamérica enmascara. Esta proclama hoy trasciende las fronteras del país, es levantada por los pueblos latinoamericanos y se hace escuchar en todo el mundo. Esta actitud ha generado que casi ningún gobierno haya reconocido al gobierno de facto en Honduras.

En nuestra ciudad, organizado por un amplio abanico de organizaciones, el próximo martes 28 a las 17hs. se realizará una radio en la Plazoleta del Fundador (primera cuadra de calle Obispo Trejo). La finalidad será informar públicamente sobre lo que ocurre en Honduras e invitar a una movilización el viernes. También se abrirá el espacio para que diversas organizaciones y personas expresen su solidaridad con el pueblo hondureño.

Además, el viernes 31 de julio a las 18hs. se realizará una marcha que partirá desde Colón y Cañada, por “la inmediata restitución en su cargo del presidente Manuel Zelaya, único presidente legal y legítimo de Honduras” y para manifestar, según expresa en su declaración el espacio Córdoba por Honduras, “nuestra solidaridad con el pueblo hondureño y sus organizaciones políticas y sociales que resisten, reclamamos la irrestricta vigencia de los derechos humanos en aquel país, exigimos el juicio y castigo por los crímenes golpistas y condenamos a sus autores materiales e intelectuales”.

Info de Enciende Ediciones.

lunes, 6 de julio de 2009

Golpe de Estado en Honduras (fuente: http://www.anarkismo.net/article/13596)

Golpe de Estado en Honduras: ¿el regreso de los Gorilas o la táctica del desgaste?

Los sables vuelven a relucir su filo en tierras Latinoamericanas: los golpes de Estado y los procesos de desestabilización orquestados desde Washington se han sucedido en diversos países donde se implementan gobiernos reformistas que puedan resultar incómodos para la digestión de las élites hemisféricas -Venezuela 2002; Haití 2004; Bolivia 2008. Esta vez el turno ha sido el de Honduras, país cuyo presidente Manuel Zelaya ha sido derrocado por militares y exiliado a Costa Rica. Mientras Zelaya era secuestrado por los milicos, en el Congreso se leía una carta escrita por Zelaya (que resultó ser falsa) en la cual renunciaba a su cargo como presidente. Al mismo tiempo, y mientras diversos parlamentarios denunciaban que la conducta del presidente ponía en riesgo el “estado de derecho” y lo acusaban de violaciones múltiples e imaginarias a la Constitución, se le removía de su cargo, el cual era asumido por el presidente del Congreso, Roberto Micheletti (quien como Zelaya también es del Partido Liberal).

El golpe ha ocurrido el mismo día en que tendría lugar una consulta ciudadana de carácter no vinculante, convocada por Zelaya, respecto a la necesidad de cambiar la Constitución, redactada en 1982, cuando el país recién venía saliendo de una dictadura militar –apoyada por EEUU- extremadamente brutal que detentó el poder desde 1972 a 1981. De ser los resultados favorables al cambio constitucional, se habría convocado en Noviembre a una Asamblea Constituyente.

Esta propuesta enfrentó una enconada oposición de los sectores más reaccionarios de la oligarquía hondureña, que controlan el Legislativo, la Corte Suprema y el Ejército, y que están congregados bajo el liderazgo indiscutido del ultra-conservador Partido Nacional de Honduras. Estos sectores se oponen a la menor reforma que pueda producir el menor cuestionamiento a su dominio absoluto sobre Honduras. El poder Judicial, en coordinación con sus aliados del Legislativo, se apresuraron a declarar el referéndum inconstitucional el día Jueves 25 de Junio, con lo cual el escenario para el Golpe quedaba instalado. Los tanques salieron a las calles el domingo 28 a primera hora en dirección a la residencia de Zelaya, con lo cual cancelaron el referéndum y saldaron (o creyeron saldar) mediante la fuerza el tira y afloja entre los poderes estatales[1].

¿Qué hay detrás de la estrategia golpista?

Honduras es un país que, como mencionábamos, no es ajeno a la historia compartida en nuestro continente de dictaduras militares, las cuales ocuparon todo el período del ’60 al ’70. En los ’80 esta historia de violencia de clase y terrorismo de Estado siguió bajo la forma de un régimen “democrático” bajo el cual proliferó el paramilitarismo, el que cobró la vida a miles de campesinos y trabajadores hondureños, y que sirvió de plataforma para el terrorismo Contra que devastó a Nicaragua. Estas operaciones eran dirigidas directamente por John Negroponte, embajador yanqui en Honduras. LA presencia yanqui todavía se expresa de manera física en la existencia de una base militar de los EEUU con al menos 500 tropas yanquis en suelo hondureño. Bajo esta dinámica política y social se ha nutrido una férrea red de dominación que incorpora a una oligarquía absolutamente colonial y a un ejército imbuido de la doctrina de seguridad nacional.

Zelaya está lejos de ser un revolucionario: es un miembro del Partido Liberal, que se ha pasado a una tendencia reformista, un poco más a la izquierda que el grueso de su partido, y que se plantea ciertas reformas sociales (incluida la nueva constitución). Lo que más inquieta a la oligarquía hondureña es el ingreso de Honduras al ALBA, iniciativa de integración latinoamericana liderada por Venezuela. Sin embargo, como hemos planteado en otras ocasiones, la “radicalidad” de un movimiento o de un dirigente político no puede ser medido en términos absolutos, sino que debe ser comprendida en su contexto: en este caso, la “radicalidad” de Zelaya no emana de sus propias políticas, sino que de la absoluta oposición a cualquier compromiso o a cambios de cualquier clase que presenta la oligarquía. No es que Zelaya sea visto como un “radical” porque sea socialista, sino que por el carácter completamente neandertal de la oligarquía hondureña. Esta paradoja es la que ha hecho que la lucha por reformas bastante tibias en América Latina haya muchas veces asumido formas propias de la lucha revolucionaria.

La estrategia golpista, que engloba la paradoja opuesta a la del reformismo en el contexto latinoamericano, es decir, que adopta formas de “contra-insurgencia” en ausencia de un movimiento revolucionario, puede resumirse a lo siguiente: la necesidad de frenar cualquier proceso de cambio social, aún del más tibio. El gran problema para la oligarquía es que la época en que una dictadura militar podía aceptarse sin complicaciones ha pasado. No estamos en los ’70 y los EEUU están más interesados en guardar las apariencias democráticas y salirse con las suyas mediante otros métodos que imponiendo su voluntad mediante el atajo de los golpes de Estado. Por ello la estrategia golpista presenta como principal inconveniente para esta oligarquía que no es sostenible a largo plazo en el contexto de Honduras[2].

El complejo escenario post-golpe

Las fuerzas golpistas, al igual que aquellas que se les oponen, han de tener sus contradicciones internas. Es probable que haya elementos que en estos momentos estén fantaseando con un retorno al gorilismo puro y duro que asoló a América Latina en durante las cuatro décadas pasadas. Pero otros elementos deben estar bien concientes de que es altamente improbable que esta aventura golpista pueda prolongarse por mucho tiempo. Ellos saben que, después del remezón golpista al escenario político hondureño, es necesario tener un plan B cuando haya que re-establecer el orden constitucional. Para ellos el golpe sería solamente un elemento disuasivo dentro de una estrategia más amplia para retomar el control absoluto y la iniciativa política mediante el desgaste político del adversario.

El golpismo como un elemento disuasivo fue aplicado de manera magistral en Haití durante el primero gobierno del sacerdote reformista Jean Bertrand Aristide. Luego de haber sido derrocado en Septiembre de 1991 mediante un golpe financiado y apoyado por la CIA, Aristide se refugia en los EEUU, donde comienza un largo período de negociaciones con las autoridades norteamericanas (las mismas que estaban detrás del golpe) y, tras una serie de concesiones, es reinstalado en el poder tres años más tarde, de la mano de 20.000 US Marines que ocupan Haití y dan por terminada la dictadura de Cedras[3]. Durante este período, los EEUU logran “moderar” lo suficiente a Aristide como para que, al menos momentáneamente, no representara una “amenaza”[4]: “él se redujo a una posición básicamente defensiva, tratando en todo momento de aparecer a los ojos del gobierno de los EEUU como una persona tan razonable e inofensiva como fuera posible. Así, se sumergió cada vez más en un pantano de concesiones y de claudicaciones, dejando a su pueblo a la espera de que la solución viniera de sus reuniones y no de una ofensiva en las calles y los montes”[5]. Cuando Aristide es devuelto al poder, llega con él un paquete de ajuste estructural a la economía haitiana que profundizó el modelo neoliberal y con él la creciente pauperización de la sociedad haitiana.

Es probable que el golpismo hondureño busque mediante su estrategia algo semejante al ejemplo haitiano (aunque en un lapso temporal bastante menor): ganar tiempo, “moderar” a Zelaya mediante el desgaste (quien en ningún caso es un radical) y buscar la mediación internacional para lograr un “acuerdo” entre las partes que termine de exorcizar definitivamente el espectro de reformas sociales de alguna significación. Haya o no estado la CIA detrás del Golpe (y aunque no haya estado directamente –cosa que es probable-, lo estaría indirectamente pues todos los generales golpistas son herederos de la Escuela de las Américas[6]), los EEUU no tienen hoy, por sí solos, capacidad de jugar el rol de “ablandar” a Zelaya. Además, el contexto actual latinoamericano no lo permitiría. Tal rol quedaría en manos, principalmente, de la OEA, pero también de la comunidad internacional ampliada: la UE y los EEUU.

Rápidamente la “comunidad internacional” (incluida la ONU[7]) se ha pronunciado en contra del golpe y ha rechazado la salida de Zelaya, reiterándole su apoyo[8]. Este rechazo ha sido particularmente categórico entre los países latinoamericanos y los del ALBA. El presidente venezolano Hugo Chávez llegó a decir que sus tropas estaban en alerta debido a la agresión que sufrió su embajador en Honduras por parte de las tropas golpistas[9]. Obama sostuvo una posición ambigua, que se puede entender como una manera de tantear el terreno, en que pide “a todos los actores políticos y sociales en Honduras que respeten las normas democráticas, el estado de derecho y los principios de la Carta Democrática Interamericana”[10], sin rechazar el golpe ni apoyar a Zelaya. Solamente tras señalamientos por parte de Chávez y del presidente de la Asamblea General de la ONU, Miguel D’Escoto, respecto a la probable intervención norteamericana en el golpe, los EEUU terminan por reconocer mediante un anónimo funcionario del Departamento de Estado (más para salvar la cara que otra cosa), que Zelaya es el único presidente legítimo de Honduras[11]. Seguramente no les sentó nada bien la diatriba de D’Escoto: "Muchos se preguntan si acaso este intento de golpe es parte de esa nueva política [de EE.UU. hacia Latinoamérica] ya que como bien es sabido el Ejército hondureño tiene un historial de entreguismo total a Estados Unidos".[12]

Todo indica que la oligarquía y el ejército no podrán mantener el Golpe y que solamente les queda ver cómo logran una “solución política” que pueda, de momento, asumir la forma de un “compromiso” de ambas partes, pero que la deje en pie de poder volver a retomar su dominio absoluto a mediano plazo. Ese rol político es el que puede jugar la OEA, la cual, al igual que casi todos los gobiernos, han expresado su rechazo al golpe no en términos del contenido de clase concreto que encarna, sino que desde la abstracción de la defensa del “estado de derecho”. Queda así marcada la cancha para ambos bandos: no se acepta el desborde a la Constitución ni por la derecha ni por la izquierda, o para ser más precisos, se rechaza el desborde por la derecha, precisamente, para evitar el desborde por la izquierda. Lo que se defiende es el “estado de derecho” que, en última instancia, es en lo concreto el orden social capitalista. Esta cruzada democrático-burguesa puede ser liderada de manera magistral por la OEA, la cual, en palabras del director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, “tiene un papel clave que jugar [para] encontrar rápidamente una solución multilateral a esta ruptura de la democracia en Honduras"[13].

Con esta táctica, que busca una solución “multilateral” (con el golpismo), la oligarquía hondureña tratará de abrirse un espacio político en los canales institucionales, donde lleva la ventaja al reformismo, a la vez que sacar de la agenda política cualquier reforma sustantiva o cualquier perspectiva de radicalización del proceso político.

¡Abajo el Golpe! ¡Reforzar la Movilización Popular!

Los libertarios, junto a todos los revolucionarios consecuentes, nos posicionamos de manera inequívoca del lado de las fuerzas que se oponen al Golpe. No podemos permitir que el gorilismo levante cabeza en ningún país de nuestra región, que ya ha sufrido de bastantes dictaduras como para cruzarse de brazos y declararnos “neutrales” siquiera ante el espectro de una nueva. Pero no por ello dejamos de plantear nuestra posición de manera clara y categórica.

El gorilismo debe ser extirpado de raíz y creemos que eso no puede producirse desde arriba, desde las alturas burocráticas de la “comunidad internacional”, como pretenden sectores de la burguesía y del reformismo. El único que pueden extirpar de raíz al gorilismo golpista es el pueblo movilizado en las calles, en los campos, en los lugares de trabajo, en las escuelas y universidades para parar esta aventura militar. Dentro del complejo escenario post-Golpe es este pueblo el cual puede convertirse en un actor que altere definitivamente el equilibrio de fuerzas en la sociedad hondureña para alcanzar cambios de fondo. Este pueblo que, venciendo el miedo, se ha comenzado a movilizar, pasando de un centenar de manifestantes afuera del palacio de gobierno por la mañana a varios miles en estos momentos, y que comienza a movilizarse masivamente en toda la capital Tegucigalpa así como en otros puntos del país.

Aún cuando lo que convoque a los manifestantes sea poco más que la defensa de Zelaya, y con él, la defensa de un proyecto de reformas bastante tibio, es en la movilización donde el pueblo aprende a luchar y a construir su proyecto. Toda movilización encierra la posibilidad de radicalización de las masas, sobretodo si consideramos que esta protesta espontánea es un acto de desafío a una oligarquía tan testaruda y retrógrada como criminal. De esto depende que la oligarquía vea frustrado su plan disuasivo para “ablandar” el proyecto político de Zelaya: de si las masas se radicalizan y con ello impulsan el proceso definitivamente hacia la izquierda. Este es el factor con el cual la oligarquía no cuenta (ni el reformismo tampoco). Y este es el factor que más pesa a fin de cuentas.

De cómo se solucione este conflicto, dependerá el futuro del cambio social en Honduras: si la crisis se soluciona por arriba, primordialmente por los canales institucionales[14], el resultado será, sin lugar a dudas, el compromiso y la colaboración de las partes, con el consecuente retorno al status quo; si la crisis, en cambio, se soluciona por abajo, y el golpe es frenado primordialmente por el pueblo movilizado en las calles está la posibilidad de que el pueblo avance hacia un proyecto más radical y que logre aplastar la resistencia de la oligarquía al cambio. Aún cuando el resultado estará lejos de ser la revolución social, dejará sentadas las bases para que el pueblo emprenda ese camino de largo aliento y dejará a un pueblo que haya ganado en experiencia y en confianza en sus propias capacidades. Y esa posibilidad si que hace temblar a la oligarquía.